Josefina Nioi's profile

Mundial de escritura 2023

Av. De la Libertad y Colón

En la unión de Av. De la libertad y Colón asoma un pequeño pulmón de Rosario. Un pedacito verde, entre tanta ciudad que mira al río como asombrado de tanta inmensidad, extasiado de tanto lujo y vulgaridad.
Allí se detiene todo: el tiempo, los autos, las ausencias, los problemas…pero apenas saliendo, el mundo se ve tan rápido, tan fugaz… Personas que van y vienen apuradas por llegar a algún lugar, hombres encorbatados que caminan rápido -como si todo fuera una regla de tres simple, como si la medida del éxito en este mundo fueran los números que marca un reloj-.
Una señal de tránsito con un 40 estampado, pintada con un rojo que destaca entre tanto verde. Algunos la respetan, otros pasan volando como si no la vieran. La humanidad un poco se transformó en eso: lo que no se ve no se puede cambiar. A veces es más fácil no mirar, ¿no?.
Es paradójico, porque la avenida se llama Libertad. Una palabra tan bastardeada pero tan hermosa en sí misma. ¿Libertad para qué? ¿Libertad para quiénes? Si de un lado están los que quieren tomarlo todo y del otro están los que apenas intentan sobrevivir.
No me malinterpreten. Ya aprendí que en la vida también hay grises (de hecho, hay verdes, rojos, azules, un arcoíris de colores). Pero ese contraste es una porción de realidad, la que vivimos todos los días.
Inmensos edificios de un lado, más construcciones de las que mis manos pueden contar, extravagancia, exclusividad… esa esquina tiene un poco de todo.
Si te corrés un poco de los límites encontrás otra avenida, una de las principales. Curiosamente (o no) es la Av. Belgrano. “La vida es nada si la libertad se pierde”, escribió Manuel Belgrano. Y así corre, en paralelo a Av. De la Libertad, en un sentido y en otro, transformándose mutuamente, persiguiéndose, buscando coincidir.
Cuando era más chica, me gustaba pensar que sentada en el banco de Av. De La Libertad y Colón mis problemas pasarían solos. Todo empezó a través de una ventana: cada día hábil, durante 5 años, pasaba por esa esquina con el 131 y esperaba el momento en que asomara el paisaje.
Al principio era una escena que me remontaba a una película de Marc Webb, (500) Días con Summer. Así como ese banco en la parte alta de Cross Hill Streets era el lugar favorito de Tom, ese punto exacto de Rosario también era mi pedacito en esta ciudad. Ahí todos los problemas parecían más pequeños, más absurdos, más irreales: bastaba con abrir bien los ojos para entender que ahí siempre pasaba algo, que todos estaban pasando por algo o lidiando con sus propios fantasmas. Me ayudaba a tener perspectiva.
Mi mente recorría una y otra vez la escena: un Tom que acostumbraba a ir con Summer a ese banco en Los Ángeles, cuando estaban enamorados y parecían tenerlo todo. Pero, de repente, así como todo en la vida se transforma (cambia o se acaba), Tom vuelve a ese banco solo, dejando ir todo aquello que una vez lo hizo feliz.
Ahí siempre me sentí un poco más libre. Ahí me sentí aislada. Siempre me pareció una buena metáfora sobre no aferrarse a nada ni a nadie. En esa inmensidad todo cae por la rampa, todo se convierte; y, al final del camino, solo queda la paz y la libertad que supimos conservar.
Sobre descendientes y trascendencias

Con mi temprano metro setenta y mi actitud desgarbada, ya tenía yo a los diez años muchos sueños y proyectos por delante. Si me preguntaban tenía claro que quería un jardín gigante como el de la abuela, lleno de margaritas y jazmines como le gustaban a ella. Ese terreno tenía alrededor de 120 metros cuadrados, pero en mi cabeza inmadura tenía el tamaño de un castillo. Era lo más parecido a los paisajes de Disney con los que había crecido.
También sabía que algún día sería como ella. La espalda encorvada de tanto andar, símbolo de una campesina que iba y venía a pata cargando toneladas de leche para vender, arrastrándose sobre la fría tierra de los costados de la ruta. Eran otros tiempos, me decía de vez en cuando mi vieja. “Eran otros tiempos”, intento pensar en mi cabeza de once años que si el tiempo era algo que se podía elegir yo hubiera vuelto a ese jardín como un loop.
Asomo mi cabeza para espiar entre los corrales, toco dos veces la puerta de la casilla para ver si está el peón. Quisiera estar ahí para esconder la versa 22. Quisiera estar ahí para hacer un registro de todas sus batallas y llevárselas ese día que amaneció perdida, esa mañana en que todos descubrimos que ya no era ella, simplemente ya no era.
Si la historia se borra como se olvidan los amantes…si los recuerdos caen desvanecidos en un recóndito lugar de la memoria… si todo se reduce a instantes donde ya no somos, yo quiero dejar un registro. Quiero contar la historia como me gustaría recordarla.
Ella era la de las ollas grandes, la que regalaba sus guisos de mondongo como si fueran una ofrenda. Josefa era la que hacía las tortas en el pueblo, tenía un ojo clínico para los detalles y siempre te lo hacía saber. Josefa la de la silla en la vereda, que llenaba de historias del campo ese silencio sepulcral. La que aún después de 47 años prometía fidelidad, anteponiendo sus ideales por sobre sus propios deseos. Mujer valiente, mujer entera.
Las huellas del tiempo fueron borrando viejos recuerdos, incluso el cyber ya no es un cyber (menos mal; vos no podías entenderlo). Sin embargo, cada vez que me encuentro en la calle San Martín puedo verla a ella sentada en la heladería de “Mari” junto a una niña de pelo rizado que sólo quería pasar tiempo con su abuela.
Crema del cielo y frutilla. Si existe la eternidad, y si estás vos ahí, quiero pensar que tiene gusto a crema del cielo y frutillas a la crema para que te sientas como en casa. Quiero imaginar que estás tranquila porque tu familia está unida, que sonreís porque tus hijos lo lograron.
Miralos pasear por el mundo, conocer los puntos más alejados del planeta sólo para llegar y decir “estos gringuitos lo logramos”.
Imagino que la historia se repite, que cualquier migrante siente en sus huesos ese crujir cada vez que hablan de su país. Yo sólo quiero volver a ese jardín, pensando en que algún día, de repente y sin planearlo, vas a aparecer entre los jazmines. Te aparecés regando las semillas de esa historia cruda y lúcida que te atosigó, pero esta vez lo hacés en señal de futuro: para dejar algo.
¿Y me preguntás qué dejaste? Porque acá tenemos mucho, más de lo que podría pedir… tenemos fragmentos de vos: anécdotas, enseñanzas, vasos y cubiertos. Pero no, no hablo de nada de eso. Ni siquiera del jardín que hoy lo tengo que ver convertido en estacionamiento. Si me preguntás qué dejaste no lo dudo: te fuiste y nos quedamos con tu ejemplo. Es lo que me hace levantarme cada día; es lo que me llevó a querer ser como vos.
Cuando muchos reniegan de su día, yo sólo me acuerdo de tus batallas y de tu resiliencia; de tus frases que resuenan en mi cabeza y a veces me hacen reír.
Lo que no es del mar

Hay algo en las olas del mar que siempre me hace volver. Como un imán, me encuentro una y otra vez en el verano del 2021, a un metro de distancia de una sombrilla toda rancia y desvencijada, bajando por los médanos que separan Costa Esmeralda de Pinamar.
Habían sido cinco segundos en los que me alejé un poco para sacarme el calor. Me reclino, siento el agua entre mis dedos, me salpico un poco a la izquierda, otro poco a la derecha, junto mis manos y las sumerjo suavemente, mientras esquivo una ola de frente que está encaprichada conmigo.
Sus voces llegaban como susurrando. Me giré, pero no había nadie cerca. Moví mi cabeza para los costados…no había nadie ahí.
“Tres, dos, uno”-, sentí una voz.
Podía escuchar la melodía de unas carcajadas de mujer. No, eran de una niña pequeña. Tal vez de unos cinco años. Era un sonido tan relajante, podía cerrar los ojos y transportarme automáticamente a recuerdos felices.
Las risas seguían. Esta vez más acentuadas, más fuertes, tan vivaces como al principio.
De nuevo el calor, estaba siendo un verano de esos que no dan respiro. El viento soplaba débilmente, había tomado un receso de tanto turista empecinado en culparlo de las desgracias. Ahora pienso que un chapuzón sería lo mejor.
Entro corriendo al mar, no lo haría de otra forma. Corro, sigo y me hundo hábilmente para que las olas no me lleven. Miro para atrás y en la orilla lo veo paradito, siempre cuidando mis espaldas para cuando las piernas no den más. Eso debe ser el amor verdadero, ¿no? La libertad de fluir individualmente en compañía y en el encuentro potenciarse.
Agito mis brazos largos y doy puñetazos hacia abajo, donde sólo hay agua. Me divierte ver cómo salpica. Ahora sigo el recorrido de las olas con mi mano derecha, intento acompañar el compás de una sinfonía que ya conozco. Es cuando escucho un susurro que llega desde el fondo, un poco más allá de la profundidad del mar.
Sonaba un silbido, sutil y embriagador como el llamado de una chicharra. Me llenaba de paz escucharlo. En mi cabeza era como una intro de los Guns, con el rasguido de la guitarra de fondo.
De nuevo, no había nadie ahí cerca. O si lo había se estaba hundiendo en las profundidades del mar, porque para ese momento yo ya estaba en puntitas de pie y tratando de sortear la agresividad de aquellas olas.
Sumergí la cabeza, quería liberarme de lo que sea que estaba pensando. Quería callar esas voces que me estaban sacando conversación, aunque yo no quisiera hablar.
Me di la vuelta y volví a la orilla, ya estaba tiritando de lo fría que se sentía la profundidad. Él seguía parado ahí, ahora concentrado en algo redondo y blanco que estaba tirado en la arena. Era un pequeño huevo de pez. Se agachó para observarlo más de cerca, verificar si estaba entero. Cuidadosamente lo tomó con sus manos y lo devolvió al mar, a donde pertenecía. Así es él con la naturaleza; así es él en toda su integridad.
Ese verano fue distinto a todos. Convivimos con el miedo generalizado, restricciones y grados de separación que no sabíamos si algún día íbamos a recuperar. Y, aun así, en medio de tanta soledad, sabía que estabas ahí para mí.
Mi cabeza me obligaba a recordar cada instante de ese momento…había entendido que no podía darlo todo por sentado. Aún podía escuchar a esa niña riendo a carcajadas; creo que era yo…creo que había encontrado la paz. 
Sólo necesitábamos un poco de paciencia.
La ruleta de la fortuna

Mora recorrió toda la casa buscando el control remoto. Revolvió los cajones, desarmó la cama, se agachó hasta quedar recostada para mirar debajo de los muebles. No estaba. Perdió la cuenta, pero ya debía ser la quinta vez en la semana que lo perdía.
Todos los viernes se armaba una ceremonia alrededor de esa caja mágica. Religiosamente, a las cinco de la tarde, caía la tía Ota, Lucas el vecino, Tota la esposa de Raúl, y su hijo, Chelo. Todos alrededor de una mesa pequeña que hacía las veces de centro del salón, un almohadón para cada uno y empezaba el show.
Ota tenía el privilegio de usar el sillón, primero porque era su casa, donada en vida a Mora, y, segundo, porque sus caderas ya no funcionaban como deberían. “Les falta alineación y balanceo”, bromeaba. Lo que más le gustaba a Mora de Ota era su maravillosa capacidad de desdramatizar todo, hasta lo más calamitoso.
El reloj marcó las cinco, con el minutero un poco descontrolado porque tampoco andaba. En esa casa todo se había quedado en el tiempo, tal cual lo había dejado Ota antes de mudarse. Así también se podía ver el papel raído de las paredes, con detalles que Mora recordaba muy bien porque había sido ella la que había dejado sus marcas cuando era más chica. Esa extraña costumbre de dibujar en las paredes… no entendía cómo nadie le había puesto los puntos.
Chelo fue el que se encargó de tocar el botón de la tele para prenderla. Los puños de todos los presentes empezaron a golpear contra la mesa, de arriba para abajo, al unísono.
- “¡Que empiece!”, se oyó gritar a Chelo, el más pequeño de todos los que estaban en el salón. Se quejaba con la mamá porque el programa no arrancaba; nadie le había enseñado lo que era la paciencia.
De repente, se escucha una voz que sale por la pantalla, acompañada de una música que a Ota le recordaba a sus épocas de despilfarro en el casino. 
Bienvenidos a un nuevo show de La ruleta de la fortuna. Hoy vamos a conocer a una familia que se quedó en la calle y lo perdió todo. Ahora, aquí mismo, frente a ustedes mi querido jurado, esta familia se pondrá a prueba. ¿Tendrán la suerte de girar la ruleta y transformar su realidad? ¿Hasta dónde estarán dispuestos a llegar con tal de brindar un gran show y ganarse el voto de ustedes?.
Los puños comenzaron a sonar de nuevo. Los ojos de Mora y de todos los que ocupaban el salón estaban abiertos como dos huevos fritos, nadie se atrevía a pestañear. Las expresiones de las caras iban de la tensión al disfrute, de la expectativa al placer.
En el momento en que la familia se ponía a prueba para cambiar su suerte, los desafíos aumentaban en dificultad. Se veía a la mujer, la madre, arrastrarse por un laberinto apoyándose sobre sus codos y atravesando los obstáculos que la producción había puesto intencionalmente en el camino: víboras que bailaban sobre sus piernas, una superficie repleta de barro y piedras, cucarachas voladoras que planeaban sobre su cabeza…
Era notable la fuerza que hacía esa mujer por llegar al final del laberinto. Cerca de la meta, una víbora había logrado posarse sobre su cuello; comenzó a girar y se veía cómo, poco a poco, la presión aumentaba hasta dejarla sin aire. Su cara ahora tenía un color blancuzco, pálido. 
¡A ver qué hacés ahora! - gritó furioso Lucas. Estaba poseído por el show, pero de su boca sólo salían risas malévolas.
El programa terminó y cada uno se fue por su lado, como si ahí no hubiera pasado nada. Se incorporaron desde el suelo y volvieron a la normalidad… después de todo era un espectáculo y ellos tenían que seguir con sus vidas.
Mora se encargó de juntar los almohadones. Ota salía por la puerta rengueando acompañada por su bastón. Lucas, Tota y Chelo agarraron sus abrigos y volvieron a sus casas.
Era momento de enfrentar sus propias realidades. Cuando la tele se apaga y el show llega a su fin, sólo queda la vaga idea de que uno tiene el control sobre su propia vida. Pero, ¿realmente somos nosotros los que manejamos los hilos?.


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