El Despertar del Sol

¿Qué paisaje de espanto es este? ¿Dónde está la luz? 
Rayo, hombre, felpa, sed, clavo, coito, Dios.

La realidad, casi siempre, se confunde con los sueños, y los sueños con la vida. Se puede vivir soñando, toda una vida. Gastar los minutos, las horas, los años, la vida entera, pensando en esto y lo otro, imaginando esto y aquello, deseando que esa mujer, ese hombre, esa persona amada y perdida, irremediablemente perdida, se junte con nosotros. Un cuerpo al lado de otro cuerpo, respirando juntos, en silencio, anhelando Iruya.

Fabular es mentir. Mentir, a veces, decir la verdad, pero siempre a medias. Yo, que todavía aprecio las mentiras, fabulé a Miró. Lo amé y lo fabulé con un amor distante, con el rabo del ojo. Lo amé en su torpeza, en su enfermedad, en su retraimiento melancólico. Lo amé y lo abandoné, agonizante e inconsciente, tras una higuera y frente a un ocaso. Tal es mi cariño por los lugares comunes: la muerte, morir ante una puesta de sol y morir de amor. ¡Qué romántico!, ¡qué naif!

¿Qué de especial ha de haber en un niño pintor, en un hombre que pinta como un niño? No me avergüenza si nada hay. Escribir es hacer el ridículo, perder la vergüenza. A fin de cuentas, los niños escasean, son especímenes en vía de extinción. Los cazan, los matan, los vuelven a matar después, cuando fotografían sus cuerpos languidecientes. Los niños circulan, de mano en mano, de móvil en móvil. Se intercambian, se ofrecen, como el dinero.

Yo no quiero ofrecer dinero, no quiero ofrecer niños ni sacrificar nada ante ningún Dios. Las aguas de los ríos no se preocupan (no se preocupaban) por ofrecer algo a alguien, y corren (corrían) a través de los bosques y las selvas, porque también son (también eran) niños. Niños ríos.

Yo no sé escribir. Yo dibujo círculos abiertos y grabo espirales rotas. Lo demás lo desecho y me lo trago. Algo pasa con lo que me trago. Algo ha de pasar porque eso que me trago regresa a mi cuerpo como urticaria, como piel seca, como manchas rojas en las costillas, como trabajar excesivamente durante una semana y dejar que el tiempo pase, que la rueda gire sin beber nada realmente, sin comer nada verdaderamente, sin soñar nada, sin sentir.

¿Quién imaginó, por vez primera, la palabra asir? ¿Quién, en un principio, rodeó una bestia para poseerla, para tenerla bajo su poder, bajo su influjo? ¿Quién acorraló a esa bestia? ¿Quién, sino una presa? ¿Qué presa odió a la bestia y la amordazó? ¿Qué presa le cortó los cuernos, le limó las garras, le cortó el pelo, le puso un lindo vestido, le enseñó a comer a horas, a mear a horas, a coger y masturbarse a horas, a ser, pues, una bestia de bien?

Yo. «Yo» es un pronombre extraño. «Yo imaginé a Miró», por ejemplo, es una oración incompleta. «Yo soy Miró» es una frase aberrante, pero «yo quiero ser Ámbar» es un sueño. Sentir como ella... it’s a dream, parler como ella, un rêve devenu réalité, y ella misma es una bestia que alguna vez me contuvo, que alguna vez fue mi hogar, mi alimento y mi presa, mi río y mi red. «Ámbar, sol mío, te amo (te amé)». Esta es una frase espejo donde no podrás mirarte nunca, porque no eres esa, aunque lo seas.

Quiero romper ese espejo, quiero lamer los pedazos y frotarlos contra mi sexo, quiero que los trozos de ese espejo me dejen la piel abierta como la carne de una fruta rasgada con violencia: Ámbar, almíbar entre mis dedos, durazno sangrante, este despertar me duele, me lastima, y espero que te guste.
El Despertar del Sol
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